Bip. Respiro.
Bip. Una eternidad.
Bip. Ansiedad.
Entre cada bip electrónico de mi amado metrónomo cabe una cantidad insospechada de pensamientos. Lo único que tienen en común: me producen ansiedad. Entre cada matemática indicación del aparato, mis emociones seducen a los bolillos, queriéndolos hacer aterrizar sobre el tambor una fracción de segundo antes lo que corresponde.
Mi terrible batalla contra esa ansiedad (enemigo ancestral del baterista), se desencadena en el cuadrilátero de las 52 pulsaciones por minuto, lo que en el gremio musical se conoce como un tempo estúpidamente lerdo.
Entre dos bips, mi mente se escapa y hace el trivial cálculo: 38 menos 18. ¡Veinte años detrás de la batería! Entonces mi ego reclama: ¿no debería estar practicando solos que suenan como si el cielo se hubiera partido? ¿No deberían mis bolillos moverse a la velocidad de la luz? ¿Qué mierdas hago en el bochornoso vecindario de las 52 pulsaciones por minuto?
Cierro los ojos, y mi mente reclamona —¡oh, milagro de milagros!— se queda callada por un segundo. Es entonces que me convierto en un microscopio, y me doy cuenta de que mis golpes están cayendo justo en el centro del pulso metronómico, o un poquito antes… quizás un poquito después. En el mundo baterístico, estas microscópicas diferencias son el alfabeto emocional que pone al público a bailar o a suspirar. Ante el silencio de la cabeza que reclama, mis oídos se abren.
La alquimia ocurre: la tortura de la práctica se transfigura en disfrute.
Estos momentos no son territorio exclusivo de los músicos. Tengo alumnos que luchan sanguinariamente contra la matefobia, amigos que dicen que jamás van a leer un libro de principio a fin, y familiares que alegan que ellos simplemente no nacieron para meditar. Si todos supieran que, con solo sostener el acto de observar a través de unos terribles minutitos, la ansiedad y la pereza se esfuman.
¡Puff!
Queda uno y la visión microscópica, o, mejor dicho, la atención dilatada y grande, que permite sentir más de la cuenta, y más clarito.
Sí. Ir al gimnasio, estudiar para el examen de cálculo, sentarse a leer, todo podríamos ponerlo en la categoría de “esfuerzo”, pero mi intuición me dice que la parte dolorosa de ese esfuerzo sólo abarca unos poco segundos. Más claramente, un 95% del esfuerzo está en empezar la práctica y soportar los primeros segundos. Cuando el proceso de aprendizaje relajado y juicioso arranca, ya uno va en piloto automático.
En este instante voy a ser súper cuidadoso porque, como educador, sé muy bien que si descuido mis palabras, la moraleja que quisiera con todo mi corazón transmitirle se puede diluir en algo que suena a consejo trillado. ¡No voy a dejar que eso pase! La cuestión es simple: ¿cómo lograr vencer esa inercia que nos aleja de emprender los procesos que exigen disciplina por un tiempo prolongado? Dos nombres se me vienen a la mente, y es una suerte increíble poder contar con material tan poderoso y tan novedoso, para ayudar precisamente en este departamento.
Me refiero a las autoras e investigadoras Carol Dweck y Angela Duckworth. Dweck publicó Mindset: La Actitud Del Éxito, y Duckworth Grit: El poder de la pasión y la perseverancia. Aparte del formato de sus títulos, ambos libros son un poderosísimo coctel para inspirar a darle con ganas al estudio minucioso. Estas dos escritoras e investigadoras son el Batman y Robin que luchan contra el mito del talento y la cultura de la gratificación inmediata. ¿Su arma secreta? Elevar el esfuerzo sostenido y organizado al nivel de los valores más sagrados.
Video 1 (10 minutos de duración con subtítulos en español) : Carol Dweck explica el valor de enseñar a los niños a entender la mejora como un proceso constante.
En las páginas de estos libros hay un verdadero tesoro de anécdotas de hiperestrellas del deporte, música, y los negocios. Estas historias están repletas de metrónomos a 52 pulsaciones por minuto. También, abundan anécdotas de cómo estas personas han tenido que escuchar alegres comentarios como los que también me han tocado escuchar: “Mae, en talento no estás sobrado, ¿verdad?” Lo mejor, ni Carol ni Angela se quedan en habladas motivacionales, sino que cargan sus anécdotas con datos científicos que terminan de prender el fuego para “seguir poniéndole”. ¡Bravo!
No me gusta quejarme de la manera en que pasaron las cosas. Pero, a veces sí. ¡Cómo me hubiera encantado tener estos dos libros en los momentos más duros del colegio! Esos instantes cuando el profesor le entrega a uno una hoja de papel tan manchada en rojo que el olor a tinta de lapicero se cuela hasta lo más profundo del alma. ¿Qué otra cosa se puede hacer en esos instantes más que dudar de la capacidad innata? También hubieran sido útiles cada vez que escuché a colegas músicos alegar que una presentación magistral se debía primordialmente a la palabra que empieza con “t” (talento). ¿Qué otra cosa se puede hacer en esos instantes más que preguntarse si uno también nació con esa sustancia mágica?
Por suerte, Dweck y Duckworth están aquí, y nos clarifican no se trata de lo que se es, ni tampoco de los que la genética nos dio. La clave radica en saber que somos un proceso, y vale mucho más la perseverancia que el haber ganado “la lotería ovárica”. Así que allí voy: Bip. Respiro. Bip. Relajo mis hombros. Bip. Seguimos adelante.
Video 2 (6 minutos de duración con subtítulos en español) : Angela Lee Duckworth habla sobre el poder de mezclar pasión con perseverancia.
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