“Nos divertimos en primavera
y en invierno nos queremos morir”
Quedemos claros: no hay nada más arriesgado que confiar en el algoritmo de Spotify para crear la atmósfera de un momento determinante. A pesar de ello, toda regla tiene su excepción y esta es la historia de la recomendación más acertada de esa app y como esta cambió mi vida. No hay exageraciones: el puto programita. cambió. mi. vida.
Justo hoy, matemáticamente hoy pero hace cuatro años, hacía escala en Boston, antes de embarcarme rumbo a Cabo Verde para visitar a mi mejor amiga. A pesar de la triste ambientación de peli de los 60 del aeropuerto gringo, algo se olfateaba en el aire y mis pasos adquirían un saltito peculiar.
Quisiera decir que era el aire primaveral de mayo me daba esa chispita; pero mentiría. En realidad, yo sabía muy bien lo que esperaba de la visita. Entre otras cosas, en mi cabeza estaban dando vuelta imágenes del trompetista Chris Botti, acompañado del extraordinario baterista Billy Killson, interpretando Miles Davis en el Symphony Hall, la icónica sala de conciertos de la ciudad en la que me encontraba por menos de 24 horas. El combo Música + Boston, sospecho, eran los catalizadores de mi buen humor.
Salí del aeropuerto y ansioso metí la dirección señalada en la casilla de Uber. “Commonwealth Avenue, 22 minutos para llegar”, me anunció la app.
“Será porque nos queremos sentir bien
que ahora todo suena diferente”
Un decrépito restaurante vietnamita y el Blue Moon Smoke Shop me recibieron al bajar del auto. Sin razón aparente, en ese momento me pareció la mejor idea del mundo ponerme una gorra inglesa. Anuncié mi llegada al portero del edificio y, luego de tres siglos de espera, las puertas del ascensor finalmente se abrieron. Salió ella, igual a como la recordaba: corpulenta, con aura de Carmen Miranda, carcajada siempre a mano. Yo no podía creer que habían pasado tres años.
¡Alto! Stop. Rewind. Aquí es necesaria una aclaración: ¡No! No fue este el momento de un éxtasis instantáneo y pirotécnico. En lugar de chispas, hubo un largo abrazo (lindo, a lo sumo). Quizás mi cansancio me estaba jugando una mala pasada.
En fin, regreso al relato: “What’s that thing on your head?” Chilló ella, y se cagó de risa. Subimos a su departamento. “Me muero por una buena pizza”, le dije. En realidad, lo que añoraba era vino.
“Y damos vueltas a la heladera y solo queda un limón sin exprimir”
Bajo su comando, nos enrumbamos a Charles Street y pronto el reconfortante olor a levadura anunció que habíamos llegado. Habría que esperar para una mesa en la Pizzería Figs pero, por suerte, la cava del lugar era generosa y había un par de seductoras sillas en la barra. Poco después la conversación empezó a tornarse familiarmente juguetona, ya debidamente lubricada por varias copas de vino.
La pizza con higos fue una bendición celestial. La mesita para dos a la par del ventanal mostraba como el sol de primavera abría paso a una noche que se pronosticaba irresistiblemente magnética. “Vamos”, le dije. “Quiero tomarme algo ¡Mostrame Boston!”.
Decidimos caminar al sur, por los caminitos del Boston Public Garden. En esos momentos ella estaba entregada al estudio de la música y yo sabía, además, que por sus venas corría sangre isleña. Por esta última razón, empecé a buscar música caribeña en mi celular. Una tras otra, las canciones que seleccionaba fallaban en dar en el clavo. Más aún, fallaban miserablemente. “Jota, wait a second. Tengo que ir al baño”. Entró a un restaurante de hamburguesas y, mientras la esperaba, ¡Bam! Recodé el genial disco Habana a Flor de Piel del grupo cubano Síntesis. Sabía ahora que tenía el arma letal en las manos.
“Quiero que me escuches y que te abras
le estoy hablando, hablando a tu corazón”
Salió del restaurante y nos pusimos en marcha. Con deleite solté la carga musical que tenía guardada. Para mi desconsuelo, Síntesis resultó patéticamente ineficaz. Desesperado, intenté explicar que las letras de la banda incluyen cánticos de santería y bla, bla, bla…
#fail.
Tiré la toalla.
Con un acto producido desde el más profundo nihilismo, navegué a Your Discover Weekly y me abalancé al azar con total desenfreno.
Taca taca taca taca, brotó una línea de semicorcheas de sintetizador ochentero; como ordenadas semillitas de sandía, taca taca taca taca… entraban en fila india en nuestros tímpanos. El maestro Charly García propició, como si estuviera observando la escena: “Oh, no puedes ser feliz…”.
Mis hombros se calmaron. Una deliciosa brisa nocturna pasó en ese momento y un delicioso mareo del vino tinto me puso a bailar sin darme cuenta.
“No importa el lenguaje ni las palabras”
“¡Hey!”, dijo con una sonrisa de sol, “you can be so much fun when you are drunk…” ¡Ajá! Lo que había buscado por otras latitudes musicales, pudo conjugarse a la perfección gracias al azar electrónico. Cuando me di cuenta, ella también estaba bailando.
Puse a sonar el álbum entero. Cambió la canción y empezó a sonar una campana y un redoblante hiper-procesados. Allí, en medio de los tulipanes, obviando a los caminantes nocturnos que nos esquivaban, envueltos por la primavera más soñada que jamás existió… bailamos.
“Será porque nos queremos sentir bien
que ahora estamos bailando entre la gente
será porque nos queremos sentir bien
que ahora todo suena diferente”
Por unos preciados segundos, la brecha entre la ciudad de Boston y el Universo de Charly García se derritió. Lo único que existía era ella, la canción perfecta y mi necesidad de que el resto de la vida fuese así. No me quería soltar. Spoiler alert: cuatro años después, no he dejado ir ese baile.
Por el resto de la noche rebotamos de un bar a otro. Tic toc, tic toc, a la mañana siguiente partiría mi vuelo a África y la puta arena del reloj se extinguía. Sin embargo, yo me encontraba en un estado inmune a las preocupaciones mundanas. La música de Charly había explotado en mí, y su aura protectora me cubría.
El potente cóctel de música, musa y brisa habían despertado algo. Poco sospechaba que tan poderoso era lo que había ocurrido.
“Éxtasis
Todo el tiempo vivo en éxtasis
Una forma de amor
Un remedio de ser feliz
Es para mí”
De alguna manera llegué al aeropuerto, dormí y amanecí en África. Con ojo clínico, apenas puse un pie en Cabo Verde, mi amiga me diagnosticó: “Nunca te había visto así, ¿qué te pasa?”. Era la semana de mi cumpleaños y pasé un tiempo increíble durante ese viaje; sin embargo, adentró de mí había ocurrido un movimiento tectónico no-menor.
Al regresar a San José, me senté en mi amada batería. Llevaba 15 años estudiando ese instrumento y, siguiendo un irresistible impulso: ¡decidí demolerlo todo! Cambié el acomodo de mis tambores y de mis platillos. El esquema de verdades absolutas que había asumido por más de una década, de repente, se volvió absolutamente insoportable. Deconstruí mi instrumento y la manera de pensarlo. El viento de Boston inflaba mis velas.
Hoy, cuatro años más tarde, he acumulado más conciertos, mentores y éxitos en la música de lo que jamás hubiera imaginado posible. Esta es la historia de un momento cúspide: el génesis de un precioso e inusitado momento de potente inspiración. Esta anécdota fue escrita para recordar, cuando mi fe e inspiración flaqueen, que jamás puedo permitirme dudar de la fuerza de la música para inflar el pecho.
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