Por suerte, el pánico escénico nunca me ha resultado un tema demasiado monstruoso. Quizás sea porque, antes de treparme al escenario, tengo los temas que voy a tocar rotando furiosamente en la cabeza. Quizás sea una controlable euforia. O, quizás, simplemente sea el whiskey. El punto es que las famosas maripositas en el estómago nunca me han impedido sentarme detrás de los tambores. Eso sí, el que consistentemente logre manejar los nervios -definitivamente- no es ninguna garantía de que vaya a tocar de manera inspirada. Un gran, escurridizo y cabrón trecho separa ambas condiciones.
Independientemente de que sea un buen o un mal concierto (chivo, como le decimos en Costa Rica), me reconforta saber que siempre, al despertarme la mañana siguiente, ahí están ellos viéndome directo a los ojos: los tambores, las partituras, el metrónomo… celosamente esperando a reanudar la marcha del estudio. Y pueden creerme que, a lo largo de casi dos décadas, desde que tomé un par de bolillos por primera vez, sobre el escenario, he participado tanto de momentos de transcendencia y conexión como de las más miserables cagadas en el escenario: desde percances técnicos hasta la total ausencia de química entre los músicos. A veces la mezcla musical simplemente no cuaja.
Pese a todo, al despertarme la mañana siguiente, allí está, viéndome directo a los ojos… el instrumento, la oportunidad de seguir caminando… No, no caminando… ¡Avanzando!
Si este noviembre fuese un chivo; de hecho, si este estridente 2016 fuese un chivo, pues me atrevo a decir que la orquesta mundial no está grooveando 1 tremendamente fuerte. Por ejemplo: anoche me acosté con la imagen fresca de una conferencia que se llevó acabo el sábado anterior en Washington D.C. El bendito video muestra un grupo denominado Derecha Alternativa. En medio de la nauseabunda diarrea verbal que se rebalsaba de la boca del presentador, Richard B. Spencer, algunos presentes espontáneamente explotaron con el grito de “Hail Trump!”. Acto seguido, algunos de estos mismos personajes, en un aparente estado de espontánea euforia, se pusieron de pie para ejecutar el infame saludo fascista.
Al ver este deplorable espectáculo, no lo pude evitar: la cabeza se me deslizó por un tobogán, cuyo interior estaba tapizado por rostros siniestros de personajes como Marie Le Pen, Frauke Petry, Nigel Farage… Autores de una música más abominable que la más satánica versión de supermercado de Yellow Submarine. Música que, lejos de elevar el espíritu, motiva la parálisis cerebral y la más profunda repugnancia.
Detengo la caída libre de mis pensamientos.
Recuerdo: no es casualidad que los chivos épicos sean pocos. Hasta el más consumado artista va a guardar como trofeos las noches en que “todo salió mejor que nunca”. Esto es signo claro que las barreras que nos impiden entregarnos a la autenticidad no son fáciles de vencer. Todo lo contrario: no puedo olvidarme de los genes tribales, aquellos que rugen salvajemente: ¡Pelear o correr! ¡Proteger a los míos! ¡Los demás son el enemigo! Esos anticuados genes están vivitos y coleando y son la mentada barrera que se desmorona en los instantes de genuina unión creativa. Esos momentos cuando los egos se evaporan y un grupo de perfectos extraños se hace uno en un acto de improvisación musical… esa es la excepción. No así, el instinto tribal, alentado por el miedo, aquel que bien puede ser el sedimento evolutivo que sigue embrujándonos con vergonzosa facilidad.
Si las cosas están así en el mundo, entonces este es mi canto de guerra: Ya sea en un ensayo, en una noche de improvisación, o en un concierto ensayado… mi norte sigue siendo fabricar esos instantes de honesta asociación. Bajar las armaduras. Rendir las defensas. Escuchar muchísimo más de lo que se planear responder. Desnudarse sin complejos. La mejor ambición y último destino. Más allá del arte, ¿no ha sido esta la fórmula que ha impulsado los avances más notorios en la política y sociedad actual? ¿Será que, al igual que el avance de un músico, la ruta colectiva también tiene conciertos sublimes y momentos de total desconexión?
En este momento crítico, Fito lanza un salvavidas perfecto:
En tiempos donde nadie escucha a nadie.
En tiempos donde todos contra todos.
En tiempos egoístas y mezquinos.
En tiempos donde siempre estamos solos.
Habrá que declararse incompetente en todas las materias del mercado.
Cuando Facebook y yo reencarnamos aquella escena de “La naranja mecánica”, y con los párpados abiertos con pinzas me obliga a ver explícitos despliegues de furia: brazos alzados al sonido de “Heil”, un policía aferrándose al capot de un carro, mientras es arrastrado por la desesperación, y a Otto Guevara levantar hasta las nubes la campaña de Trump, es definitivamente momento de ponerse al lado del camino.
Quizás hacer un esfuerzo por tener presente que dicho camino guarda tanto chivos, que groovean divinamente, tanto como a aquellos que van a dejar un sabor amargo en la boca. El mandato sigue siendo subirse al escenario una y otra vez, sin pánico. Sea cual sea el resultado, levantarse siempre cada mañana con buen café en mano, abrir la partitura, encender el metrónomo y apagar la cabeza. Aún queda mucha música por hacer.
Si alguna vez me cruzas por la calle,
Regálame tu beso y no te aflijas,
Si ves que estoy pensando en otra cosa,
No es nada malo es que pasó una brisa,
La brisa de la muerte enamorada,
Que ronda como un ángel asesino
Más no te asustes siempre se me pasa,
Es solo la intuición de mi destino.
- El “groove” (literalmente “ranura”), a veces se menciona en el gremio musical como el sentimiento que se siente cuando la banda está siendo propulsada una sensación rítmica óptima, pegajosa, ante la cual hay poca opción más que empezar a mover el cuerpo. ↩
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